jueves, 17 de enero de 2013

Vista y Oído


Siguiendo en la línea de nuestro estudio de los sentidos, vamos a tomar unos apuntes sobre dos de ellos, usados constantemente e imprescindibles para comunicarnos con lo que nos rodea.



Cuando hablamos de la vista, nos referimos a nuestra capacidad de captar todo estímulo luminoso exterior, formando imágenes de lo que nos rodea para conocerlo y desenvolvernos en el entorno.
La visión se produce en unas células situadas bajo la retina, en el globo ocular, sensibles a la luz, llamadas conos, que envían un estímulo al cerebro a través del nervio óptico.
Con nuestra capacidad de ver lo que nos rodea, el ser humano es capaz de percibir desde posibles amenzas hasta personas sexualmente atractiva. Recordemos que, evolutivamente, nuestros sentidos están diseñados para nuestra supervivencia y la regeneración de nuestra especie. Tal es así que, literalmente, ante personas atractivas nos es imposible apartar la mirada en ocasiones.
De hecho, es tan agudo en este sentido nuestro órgano visual que, inconcientemente, somos capaces de captar microexpresiones en los rostros de otras personas. La vista juega un papel fundamental en nuestro desarrollo social.
Nuestros ojos también son capaces de relacionar los objetos que perciben entre sí, previendo trayectorias de coches antes de cruzar una calle, o el recorrido de una pelota por el aire para poder atraparla.
Y, por supuesto, la vista nos permite mantener mejor el equilibrio, tener conciencia de nuestro cuerpo (como ya expliqué en mi artículo anterior sobre la Propriocepción) y de los movimientos que realizamos.
Sin embargo, los estímulos que reciben nuestros ojos son muchos más de los que nuestros cerebros son capaces de recibir y analizar en detalle. En ello incide especialmente nuestra atención. ¿Cuántas veces nos hemos pasado un rato buscando algo que teníamos ante nuestras narices? O mejor, echad un ojo a este vídeo, muy esclarecedor, e intentad daros cuenta de lo observadores que sois...




El oído, por su parte, es un órgano capaz de captar e interpretar las vibraciones transmitidas por el aire, a las que llamados sonidos.
El conducto auditivo se compone de una fina membrana, el timpano, que vibra cuando recibe las ondas de sonido, una cadena de pequeños huesecillos (martillo, yunque y estribo), que transmiten estas vibraciones hasta la cóclea, una pequeña cavidad en forma de caracol (importante también en el equilibrio y la percepción del movimiento corporal), que “traduce” las vibraciones a un impulso eléctrico, directamente enviado al cerebro a través del nervio auditivo.
El oído humano capta un amplio abanico de frecuencias (agudos y graves), debido a la trascendencia que este sentido ha tenido a lo largo de la existencia del hombre para su supervivencia.
Durante la fase profunda del sueño, ha quedado demostrado que el oído es el único órgano del cuerpo que no se desconecta del cerebro por el Puente de Variolo, permitiendo captar al cerebro ruidos exteriores pese a no sentirlos concientemente.
Al igual que ocurre con el olfato, los receptores cerebrales de la audición tienen una gran trascendencia emocional. De hecho, existe una relación muy estrecha entre las sensaciones causadas por la comida y el sexo, con lo que sentimos cuando escuchamos una melodía que nos agrada.
¿Y ese gusto especial que sentimos por la música a todo volumen?
Bien, esto se fundamenta en la vibración que recibe el sáculo, una cavidad rellena de líquido en la cóclea, la cual, al vibrar nos hace tener una sensación vertiginosa, como si corriéramos a nucha velocidad o fuéramos montados en una montaña rusa, activando la secrección de sustancias como la adrenalina, y provocando sensaciones fuertes. Un ejemplo de esto lo podemos encontrar en los conciertos de rock, que llegan a rozar los 100 decibelios de potencia en ocasiones, y la sensación de euforia del público cuando escucha sus canciones favoritas a tal potencia.

En el siguiente artículo, finalizaremos esta serie hablando del tacto.

Hasta la próxima!

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