Siguiendo en la línea
de nuestro estudio de los sentidos, vamos a tomar unos apuntes sobre
dos de ellos, usados constantemente e imprescindibles para
comunicarnos con lo que nos rodea.
Cuando hablamos de la
vista, nos referimos a nuestra capacidad de captar todo estímulo
luminoso exterior, formando imágenes de lo que nos rodea para
conocerlo y desenvolvernos en el entorno.
La visión se produce
en unas células situadas bajo la retina, en el globo ocular,
sensibles a la luz, llamadas conos, que envían un estímulo al
cerebro a través del nervio óptico.
Con nuestra capacidad
de ver lo que nos rodea, el ser humano es capaz de percibir desde
posibles amenzas hasta personas sexualmente atractiva. Recordemos
que, evolutivamente, nuestros sentidos están diseñados para nuestra
supervivencia y la regeneración de nuestra especie. Tal es así que,
literalmente, ante personas atractivas nos es imposible apartar la
mirada en ocasiones.
De hecho, es tan agudo
en este sentido nuestro órgano visual que, inconcientemente, somos
capaces de captar microexpresiones en los rostros de otras personas.
La vista juega un papel fundamental en nuestro desarrollo social.
Nuestros ojos también
son capaces de relacionar los objetos que perciben entre sí,
previendo trayectorias de coches antes de cruzar una calle, o el
recorrido de una pelota por el aire para poder atraparla.
Y, por supuesto, la
vista nos permite mantener mejor el equilibrio, tener conciencia de
nuestro cuerpo (como ya expliqué en mi artículo anterior sobre la
Propriocepción) y de los movimientos que realizamos.
Sin embargo, los
estímulos que reciben nuestros ojos son muchos más de los que
nuestros cerebros son capaces de recibir y analizar en detalle. En
ello incide especialmente nuestra atención. ¿Cuántas veces nos
hemos pasado un rato buscando algo que teníamos ante nuestras
narices? O mejor, echad un ojo a este vídeo, muy esclarecedor, e
intentad daros cuenta de lo observadores que sois...
El oído, por su parte,
es un órgano capaz de captar e interpretar las vibraciones
transmitidas por el aire, a las que llamados sonidos.
El conducto auditivo se
compone de una fina membrana, el timpano, que vibra cuando recibe las
ondas de sonido, una cadena de pequeños huesecillos (martillo,
yunque y estribo), que transmiten estas vibraciones hasta la cóclea,
una pequeña cavidad en forma de caracol (importante también en el
equilibrio y la percepción del movimiento corporal), que “traduce”
las vibraciones a un impulso eléctrico, directamente enviado al
cerebro a través del nervio auditivo.
El oído humano capta
un amplio abanico de frecuencias (agudos y graves), debido a la
trascendencia que este sentido ha tenido a lo largo de la existencia
del hombre para su supervivencia.
Durante la fase
profunda del sueño, ha quedado demostrado que el oído es el único
órgano del cuerpo que no se desconecta del cerebro por el Puente de
Variolo, permitiendo captar al cerebro ruidos exteriores pese a no
sentirlos concientemente.
Al igual que ocurre con
el olfato, los receptores cerebrales de la audición tienen una gran
trascendencia emocional. De hecho, existe una relación muy estrecha
entre las sensaciones causadas por la comida y el sexo, con lo que
sentimos cuando escuchamos una melodía que nos agrada.
¿Y ese gusto especial
que sentimos por la música a todo volumen?
Bien, esto se
fundamenta en la vibración que recibe el sáculo, una cavidad
rellena de líquido en la cóclea, la cual, al vibrar nos hace tener
una sensación vertiginosa, como si corriéramos a nucha velocidad o
fuéramos montados en una montaña rusa, activando la secrección de
sustancias como la adrenalina, y provocando sensaciones fuertes. Un
ejemplo de esto lo podemos encontrar en los conciertos de rock, que
llegan a rozar los 100 decibelios de potencia en ocasiones, y la
sensación de euforia del público cuando escucha sus canciones
favoritas a tal potencia.
En el siguiente artículo, finalizaremos esta serie hablando del tacto.
Hasta la próxima!
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